miércoles, 26 de noviembre de 2008

EL ENSAYO

Con el revolver en la sien contó “uno dos y tres”, apretó el gatillo pero la falange resbaló, o éste estaba muy duro, o él estaba tan débil que sólo tenía fuerzas para sostenerse parado. Se sentó y apoyó la cola en un destornillador que había dejado en la silla, un rato antes de decidirse por el arma, luego de descartar la frustrante idea de colgar una soga en un techo de bovedilla. Saltó logrando alejarse de una sombra que mancillaba algo así como la hombría, su cara se fue iluminando cada vez más hasta que cabeceó de lleno una lamparita que colgaba del techo. Frente al espejo del botiquín vio cómo los fragmentos de cristal se iban llenando de un licor espeso, parecían pequeñas copas de vino, listas para brindar por el acto fallido. Bebió de cada una de ellas sin moderación. La primera que tomó le abrió una boquita en la cara que se reía de su estupidez; la segunda le dijo concretamente que era un nabo, que seguramente el tambor del revolver estaba mal puesto. La tercera opinó que era conveniente dejarlo para otro día; la cuarta aconsejó salir a la calle, cambiar un poco de aire, juntar ganas; la quinta hizo un largo bostezo y recomendó veneno porque es lo más fácil; la sexta hablaba de otra cosa; la séptima propuso comprar “El abismo, los siete pasos hacia la liberación” del Doctor Nataniel Silverman. La octava, muy borracha, se expresaba en un complejo dialecto empedrado de monosílabos rítmicos, o taraeaba simplemente la marcha fúnebre; a la última ya no la escuchó mientras se caía en la bañera desmayado. El golpe lo amortiguó un montón de ropa que había olvidado enjuagar, en algún momento inmediatamente previo a las ganas de matarse. Las pequeñas heridas comenzaron a cerrarse mientras el jabón actuaba sobre las infecciones. Pudo morir ahogado, pero la caída había logrado destapar la bañera que empezó a vaciarse lentamente. Estaba hecho un ovillo de ropa enjabonada cuando un chucho de frío lo despertó. Miró la hora, estaba a tiempo de llegar a la oficina. Se levantó, se sacó la ropa y se dio un largo baño de agua caliente. Mejor de ánimo tomó un café con tres cucharaditas de azúcar. Cuando llegó, la secretaria del gerente le preguntó qué le había pasado en la cara. Él le respondió: “me corté con la gillette”, mientras se apretaba el nudo de la corbata.